Érase una vez, internet era una wilderness indomada: un espacio caótico y fragmentado donde la cultura local y la creatividad prosperaban. En esta frontera digital, la idea de un “meme” como lo conocemos hoy no existía. En cambio, el humor y los momentos culturales compartidos surgían como artefactos orgánicos de pequeñas comunidades en línea. Estos primeros tesoros digitales estaban profundamente arraigados en lugares y contextos específicos: un chiste interno en un foro de mensajes, una animación ridícula compartida en un hilo de correo electrónico, o una imagen absurda transmitida en foros rudimentarios. Aún no eran memes en el sentido moderno; eran el equivalente digital del folklore, creados y compartidos por usuarios comunes.

En aquel entonces, internet no era un escenario global sino un patchwork de interacciones locales. Los memes reflejaban el lenguaje, el humor y las peculiaridades de sus creadores. Un usuario de internet francés podría reírse de algo completamente incomprensible para un estadounidense. Un adolescente turco podría compartir un chiste que nunca saldría de su círculo de amigos de MSN Messenger. La diversidad era asombrosa, y los silos culturales dieron lugar a un tipo único de autenticidad. Los memes eran sin pulir y crudos, elaborados con herramientas rudimentarias pero impregnados de un sentido de pertenencia.

Avancemos a finales de los 2000, y el internet ya no estaba fragmentado. El auge de plataformas como YouTube, Facebook, y más tarde Instagram comenzó a aplanar estos ecosistemas localizados en un escenario global. Los algoritmos de las redes sociales empujaron cierto contenido a la prominencia, y los memes—una vez pequeñas expresiones culturales íntimas—empezaron a tener vida propia. La caótica espontaneidad de internet dio paso a un nuevo tipo de orden, donde los memes podían trascender fronteras y convertirse en símbolos globalmente reconocidos de humor o comentario.

Tomemos, por ejemplo, las primeras sensaciones virales como Trollface o “All Your Base Are Belong to Us.” Estos memes, aunque originados en comunidades específicas, rápidamente alcanzaron audiencias en todo el mundo. De manera similar, clips de video como la animación del bebé bailarín o incluso los primeros éxitos de YouTube como “Charlie Bit My Finger” mostraron cómo la cultura digital podía unir a las personas a través de geografías. Esto marcó el comienzo de la era global del meme, donde un solo chiste podía ser compartido y entendido a través de culturas muy diferentes. Este nuevo paisaje tenía su encanto. Creó un lenguaje compartido de humor que conectaba a personas de todos los ámbitos de la vida. Pero en el proceso, algo se perdió: el espíritu orgánico y de base del folklore digital fue eclipsado por el apetito de los algoritmos por la escala y la viralidad.

La llegada del marketing al ecosistema de memes aceleró esta transformación. Las empresas reconocieron el potencial de los memes como herramientas para la participación y comenzaron a apropiarse de ellos para promover productos. En algunos casos, estos esfuerzos fueron ingeniosos y resonaron con las audiencias. En muchos otros, fueron torpes y dolorosamente transparentes, despojando a los memes de su autenticidad. Lo que una vez fue juguetón y subversivo se convirtió en otro vehículo para la publicidad, otro engranaje en la maquinaria del consumismo.

Para 2024, el concepto de “memes inorgánicos” había alcanzado su punto máximo. Uno de los ejemplos más llamativos fue el fenómeno “Hawk Tuah”—un meme que parecía aparecer de la nada, dominar las redes sociales por un breve momento y luego desaparecer tan rápido. A primera vista, Hawk Tuah tenía todos los elementos de un éxito viral clásico: una premisa absurda, un nombre pegajoso y un amplio atractivo. Pero una inspección más cercana reveló una campaña cuidadosamente orquestada, diseñada para explotar algoritmos y maximizar la participación. Era un momento fabricado, diseñado para la viralidad en lugar de surgir de una creatividad genuina.

Este cambio de memes orgánicos, impulsados por la comunidad, a contenido controlado por corporaciones refleja la centralización más amplia del propio internet. Las plataformas descentralizadas y la creatividad impulsada por los usuarios han dado paso a ecosistemas dominados por un puñado de gigantes tecnológicos. Los memes, una vez una forma de cultura participativa, están cada vez más moldeados por las prioridades de los anunciantes y los algoritmos de las plataformas. Por ejemplo, las tendencias cuidadosamente seleccionadas de TikTok ilustran cómo los memes ahora están integrados en las estrategias de monetización de la plataforma.

Sin embargo, no todo está perdido. A la sombra de estas poderosas plataformas, comunidades más pequeñas continúan prosperando, creando y compartiendo contenido que desafía la monetización y el control central. Plataformas como Reddit, particularmente sus subreddits de nicho, todavía albergan espacios donde la creatividad y la autenticidad florecen. Redes descentralizadas, donde los usuarios poseen sus datos y reclaman su creatividad, ofrecen un atisbo de esperanza. Quizás la próxima ola de memes surgirá no de estrategias de marketing o manipulación algorítmica, sino de conexiones humanas genuinas y del caos de la creatividad de base.

Esta evolución—del folklore digital a los memes de marketing—es un microcosmos del propio viaje del internet. Nos desafía a reflexionar sobre qué tipo de cultura digital queremos construir y quién decide su futuro. Sin embargo, la realidad sigue siendo preocupante: los memes más prominentes hoy están moldeados no por la creatividad comunal sino por las manos invisibles de las corporaciones y los algoritmos. Las comunidades de memes más pequeñas y subculturales podrían todavía mantener la antorcha de la autenticidad, pero su influencia está disminuyendo frente a la viralidad comercializada. En este paisaje en rápida transformación, la pregunta permanece: ¿Podemos redescubrir el espíritu auténtico y participativo de los primeros días de internet, o estamos destinados a ser consumidores de contenido moldeado por manos invisibles? La respuesta puede no residir en un resurgimiento del folklore, sino en nuestra disposición a desafiar el status quo de la cultura digital centralizada.