Hay algo profundamente irritante, casi insultante, en esa manía contemporánea de gritar antes de pensar. Sobre todo, en las temporadas de corrección económica, cuando la lógica debería ser la brújula y no el pánico. Pero no. Siempre hay un buen puñado de voces, algunas incluso con traje y corbata, que se dedican a propagar el miedo como si les fuera la vida en ello. No contentos con vivir en la ignorancia, quieren arrastrar a los demás al mismo charco.
Las correcciones financieras, para quien tenga dos dedos de frente, no son más que un ajuste natural, una especie de respiro que los mercados se toman después de pasarse de frenada. Una pausa para equilibrar, para recordar que el crecimiento infinito es un cuento chino. Pero ahí están, los agoreros, los profetas del apocalipsis de turno, llenando redes y titulares con sus predicciones de catástrofes bíblicas. Lo hacen con esa sonrisa de suficiencia que solo los idiotas más seguros de sí mismos son capaces de esgrimir. Y lo peor es que a veces se les escucha.
Porque, vamos a ver, ¿qué buscan exactamente estos alarmistas? No son analistas serios, ni mucho menos. Si acaso, son charlatanes con acceso a un teclado. Juegan al sensacionalismo barato, pescando likes y compartidos en el río revuelto del miedo ajeno. Alimentan a las masas con titulares estridentes, cargados de fatalismo, que no resisten el menor análisis. Pero claro, ¿para qué molestarse en analizar, si el drama vende más?
Lo triste es que su veneno cala. Siempre hay quien se lo traga. Y entonces empiezan las ventas masivas, las decisiones precipitadas, las pérdidas innecesarias. Porque el miedo no piensa, actúa. Los pequeños ahorradores, que apenas empiezan a entender cómo funciona este circo, son los primeros en caer. Venden a la baja, compran mal, y luego se quejan del mercado como si la culpa fuera de otro. Pero la culpa, queridos amigos, no es del mercado. Es de los que meten ruido, de los que ladran sin entender que el dinero, como la vida, premia la paciencia.
¿Y saben qué? Esos que gritan más fuerte suelen ser los primeros en desaparecer cuando las aguas se calman. Se meten debajo de la alfombra, se callan como muertos, esperando la próxima corrección para volver a salir. Porque, claro, no tienen nada que perder. Total, el desastre nunca les afecta. Ellos no invierten, no arriesgan. Solo hablan.
Lo que necesitamos, ahora más que nunca, es un poco de cordura. No, mejor dicho: un mucho de cordura. En lugar de hacer caso a los histriónicos de siempre, aprendamos a observar con frialdad. Las correcciones son oportunidades, no castigos. No son el apocalipsis, son un recordatorio de que en este juego, como en cualquier otro, hay que tener estómago.
Así que, la próxima vez que alguien intente venderles el fin del mundo, hagan un favor a todos: ignórenlo. Recuerden que los mercados han sobrevivido guerras, pandemias y locuras peores. La corrección no es el problema. El problema son los que, al menor atisbo de inestabilidad, abren la boca sin tener ni idea. Ojalá un día aprendamos a no darles la audiencia que no merecen. Mientras tanto, paciencia. Y cabeza fría. Siempre cabeza fría.