Ah, sardinas... tan predecibles como un reloj roto. El volumen sube, las velas verdes parpadean y ahí van, corriendo hacia la cima: “¡Ahora vete! ¡Es hora de hacerse rico! Pero basta que aparezca el primer lobo, con su imponente presencia, para que cueste el pánico.
El Lobo observa con calma, como un maestro a punto de dirigir el caos. Mientras tanto, las sardinas empiezan a temblar. Una venta aquí, otra allá, y el gráfico da su primer fallo. El lobo sonríe. Sabe lo que viene después: las sardinas tiemblan, parpadean ante la pantalla y el miedo se apodera de ella. “¿Y si se cae?”
Y cae. El precio cae como un meteoro, ¿y qué hacen las sardinas? Corren desesperados, como si el mercado se hubiera convertido en un campo minado. Venden todo, entregan el oro, gritan “¡manipulación!” mientras el Lobo recoge tranquilamente los frutos de su juego.
El volumen, por supuesto, permanece ahí, estable e imponente, como un mensaje silencioso: “No entendiste nada, ¿verdad?” Al fin y al cabo, el mercado es un teatro bien ensayado, donde los lobos mueven los hilos y las sardinas bailan al son del miedo.